hay que romper el pacto de silencio.
Disentir con la estafa del consenso democrático
confundido con el bien, la cultura y el progreso.
Atreverse a creer que lo que estamos deseando es justo:
darle voz al deseo y volverlo convicción.
latente en la mirada de un sujeto disconforme,
capaz de imaginar otro paisaje y realizarlo.
Una arquitectura que obedezca a una vocación de vida,
a la vocación de otra vida,
a la vocación de una vida superior.
por los dueños del espacio y sus inquilinos.
Alejada del circo consumista y sus saltimbanquis.
Exterior al sindicato arquitectónico y sus gendarmes.
Fruto maduro de un trabajo colectivo lento y profundo
como toda cultura verdadera.
dado que hay más moradores que sus siervos.
Que para la existencia de una cultura
no es necesaria la universalidad de su práctica;
basta con la coherencia de sus principios
y la tenacidad y unión de quienes los defienden.
Sensible a los comportamientos de sus huéspedes.
Respuesta exacta a las necesidades de su morador,
a la calidad y riqueza de sus carencias.
Expresión de su habitar,
del espaciarse y construirse su experiencia corporal y espiritual.
Una arquitectura saturada de determinaciones.
Sobrecondicionada.
No gratuita. No arbitraria. No aleatoria. No contingente.
Necesaria, objetiva, inevitablemente así.
Una arquitectura sin proyecto propio.
Mero efecto arquitectónico de la vida.
Una arquitectura no artística.
Pues la vida es más que el arte.
Sin valores agregados: sólo con valores propios.
Una arquitectura primaria, primera, directa.
Que no sirve de excusa para ninguna otra cosa.
Una arquitectura sin alardes, sin audacias, sin ingenios, sin inventos.
Sin maniobras superfluas ni ocurrencias.
Sin tics. Sin muecas. Sin gesticulaciones.
Privada de amaneramientos y demás signos de mediocridad.
Libre de histeria y narcisismo.
Del todo ajena a lo banal.
Una arquitectura humilde y poderosa.
Franca.
Limpia.
Una arquitectura pura.
No pictórica, no escultórica, no arquitectónica.
No hecha para ser leída.
Ni siquiera para ser vista.
Una arquitectura sin narraciones, ni metáforas.
Sin metalenguajes, ni retóricas.
Con la elocuencia de lo inefable:
serena y contundente.
Aunque subrepticia.
Una arquitectura inadvertida.
Una arquitectura sin ideas, sin palabras.
Que, allí donde nada tiene que decir, calla.
Una arquitectura callada.
De estruendoso silencio.
Una arquitectura sin inquietudes, ni afanes, ni búsquedas.
Alejada de toda crispación.
Una arquitectura sin mensaje ni manifiesto.
Pues no es medio de expresión de nadie.
Despersonalizada. Anónima.
Sin firma expresa ni latente.
Una arquitectura sin autor.
Hecha por individuos cultos,
es decir, capaces de olvidarse de sí mismos.
Seres sin ambiciones míseras;
sólo con la ambición de ser eternos; es decir, sin nombre.
Como aquél que en la caverna, hace milenios,
dejó pintada su mano joven e inquietantemente actual.
Ni acontecimiento, ni eventualidad, ni anécdota.
Una arquitectura que no rinde culto a la originalidad;
ni a ningún otro dios menor.
Una arquitectura repetida y recreada, esperable y encontrable.
Una sorprendente arquitectura sin sorpresas.
Internalizada. Vuelta hábito, reflejo.
Una arquitectura costumbre.
Una arquitectura ya hecha, ya usada, ya dicha.
Una arquitectura hecha de actos:
Obvia como un entrar, un subir, un pasar.
Clara como un salir, un asomarse.
Despierta como un amanecer.
Serena como un dormir.
Tribal como una aldea.
Convencional como el lenguaje.
Una arquitectura idioma.
Un idioma habitacional.
Código eterno y mensaje de hoy.
Como el sabor de la comida: paladar universal.
Como el aroma del pan: antiquísimo y fresco.
Como los nombres propios: siempre comunes.
Igual y única como un árbol.
Como una copla: de todos y mía.
Como la música.
Una arquitectura musical.
Canon.
Sin plan, sin proyecto, sin premeditación.
Fruto del instinto y sus razones.
Como el nido del pájaro:
plasmado en el acto de habitar.
Una arquitectura entrelazada con la vida.
Extracuerpo, utillaje, herramienta.
Hábitat.
Barca terrestre.
Una arquitectura orgánica.
Una arquitectura como el cuerpo humano.
Antropológica. Biológica. Geológica.
Una arquitectura lógica.
Implacable y dócil como la naturaleza.
Sencilla, clara, profunda.
Una arquitectura clásica: de alegría renovada.
Que al perdurar crece en sentido, se añeja y perfecciona.
Una arquitectura que no reniega del tiempo, ni le teme.
Que ha aprendido a transcurrir sin miedo.
Sin plazos, sin urgencias.
Sin compromisos con los fantasmas de la actualidad.
Libre de pactos suicidas con lo efímero.
Una arquitectura eterna.
Como su dueño: fugaz y milenario.
Actualizada por cada morador.
Superviviente a todos.
Heredable.
Transparente y misteriosa.
Como el poema,
que revela el sentido liberado por la forma
y lo encubre tras el brillo de lo obvio.
Una arquitectura poética.
Humana y natural al mismo tiempo.
Piedra y sentido.
Testimonio asombroso del estar en el mundo.
Y asombrado testigo.
Una arquitectura cósmica.
Hecha de sol, materia y vida.
Manifestación última y primera de la experiencia de vivir.
O sea, de habitar el planeta.
dejada por un ser armónico.
Por un individuo que se construye a sí mismo
como miembro de una cultura.
Y que, en el acto de respetarse, respeta a su género.
Una arquitectura densa, sustantiva.
Pues el sentido nace de la concentración
y toda forma de dispersión es vana.
Una arquitectura como acto de madurez ética y estética.
Sabia y prudente.
Que brota sin violencia,
porque toda agresión a la materia es bárbara.
Una arquitectura culta.
Es decir, que sabe renunciar en honor a sus ambiciones.
ESENCIAL A LA VIDA
AUNQUE FUERA IMPOSIBLE
ES URGENTE