En la medida que un producto luzca más atractivo, mayor será el valor asignado por los clientes (y el precio que estarán dispuestos a pagar). Y dicho atractivo no es solo un tema de empaque o la forma como luce; pueden ser aspectos como la reputación, la experiencia y la confianza que representa una marca. En otras palabras, el valor que asignamos a los productos depende con frecuencia más de nuestra propia percepción que de juicios y análisis objetivos.
Una compañía de calzado quiso saber cuánto pagaría un grupo de influenciadores por algunos de sus zapatos. Los invitó a un evento especial de lanzamiento, donde tuvieron la posibilidad de analizarlos y evaluarlos con su ojo crítico. Expresiones como “elegantes”, “sofisticados”, “únicos” y “sorprendentes”, marcaron las opiniones de los expertos; quienes invirtieron hasta US$600 en un par.
Sin embargo, esto no era más que un experimento. La marca de calzado económico Payless montó una boutique ficticia, haciendo creer a los invitados que sus zapatos (con la marca cambiada), eran de un diseñador italiano llamado Bruno Palessi. Con la típica caracterización de una tienda de lujo (esculturas, dorados, amplios espacios, ubicación en zona premium, luces indirectas, personal de alto perfil), esta “exclusiva marca” creo un posicionamiento instantáneo de alto valor.
El resultado fue revelador. Zapatos que en realidad costaban US$20, fueron comprados por hasta US$600, por una sencilla razón: el entorno los hacía lucir de mayor valor. En otras palabras, percepción es realidad. El precio es subjetivo dependiendo del valor que cada cual le asigne.
El problema no es el precio, es lo que el cliente considera que está recibiendo a cambio de ese dinero lo que determina si lo califica como costoso o incluso económico. El precio simplemente representa una sumatoria de beneficios; que dependiendo de qué tanto los comuniquemos y justifiquemos, mayor valor le asignarán los clientes. Algo así como, crea en lo que vende y su cliente creerá en lo que compra.